Publicado el 24/09/2019 en Diario Perfil
Marcos Zocaro
Podríamos definir al mercado de capitales (o a la bolsa, para simplificar) como el punto de encuentro de los ahorristas con las empresas y el Estado: los primeros acercan su dinero buscando rentabilidad, mientras que los segundos toman prestado ese dinero para llevar adelante sus inversiones productivas. Y por lo general, todo se lleva a cabo a un costo mucho menor del que se incurriría financiándose con otras fuentes (como, por ejemplo, el crédito bancario).
En definitiva, la bolsa favorece que el ahorro de las personas se canalice hacia la concreción de proyectos productivos, siendo una importante herramienta para el progreso económico del país.
Prácticamente no existe ningún país desarrollado que no cuente con un robusto mercado de capitales.
En el caso de Argentina, la bolsa es muy pequeña. Y para advertir esto no es necesario efectuar la comparación con los mercados más avanzados, basta con ver a Chile, por ejemplo, para descubrir que el tamaño relativo de su bolsa es diez veces superior a la nuestra.
Pero, ¿por qué el mercado argentino no logra desarrollarse?
Si bien las causas son múltiples, una de las principales es el escaso acercamiento de las personas al sistema: alrededor de un 4% de la población invierte en bolsa, mientras que en EEUU el guarismo ronda el 70%.
El refugio favorito del ahorrista argentino siempre ha sido el dólar. Y no es extraño que así sea, dado que nuestra historia está plagada de crisis económicas, inflación, devaluaciones, confiscación de ahorros y defaults, acontecimientos que han dejado una marca indeleble en la mente de los argentinos.
Otro factor relevante a la hora de evaluar por qué muchas personas no optan por la bolsa a la hora de colocar sus ahorros, es la escasa cultura financiera y el desconocimiento de cómo funciona el mercado.
Incluso, a todo esto se le suma el condimento anti-mercado del Impuesto a la Renta Financiera.
Es así como el miedo generado por las tragedias económicas del pasado (y del presente), sumadas a la escasa cultura financiera y a los omnipresentes impuestos, conforman un cóctel explosivo que mantienen alejada de la bolsa a gran parte de la población.
Y lo acontecido últimamente no ha colaborado en mejorar este panorama.
El pasado 28 de agosto el ministro de Hacienda anunció que parte de la deuda argentina sufriría el ya famoso “reperfilamiento”: palabra ausente en el diccionario de la Real Academia, pero que en lenguaje criollo no significa más que una reprogramación de los plazos de pago. En este caso, las víctimas principales fueron los inversores institucionales tenedores de Letes y otras letras con vencimiento de corto plazo.
Por su parte, los Fondos Comunes de Inversión (FCI) debieron adaptar sus sistemas a las nuevas disposiciones y hubo un “corralito bursátil” de facto: por varios días muchos FCI no permitieron rescates.
Asimismo, también se propuso una reestructuración para los títulos públicos con mayor plazo de vencimiento.
Apareció así, una vez más, el fantasma del default. Y la bolsa se desplomó. Cayeron bonos, acciones, se disparó el riesgo país y el capital administrado por los FCI disminuyó cerca de un 50%.
Y cuando creíamos que la bolsa ya estaba tirada sobre el ring sin posibilidad de ser golpeada de nuevo, el domingo 1 de septiembre llegó el nocaut en forma de Decreto de Necesidad y Urgencia: el control de cambios, el “cepo”, estaba de vuelta.
Y quizá, mientras esta columna esté siendo editada, sean lanzadas nuevas normas que empeoren aún más la salud del mercado de capitales. Normas que distancien aún más a las personas de la bolsa.
Esperemos que la situación se revierta pronto y los gobernantes tomen nota de la importancia de contar con un sólido mercado de capitales, que no le sea esquivo a las personas; un mercado de capitales con reglas claras y previsibles, que se convierta en un aliado estratégico de ahorristas, empresarios y del propio Estado, y que facilite así el desarrollo económico del país.