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Marcos Zocaro

Consecuencias de gravar la actividad bursátil

Publicado en diciembre 2016 en la Revista Contexto Profesional (Consejo de Cs. Económicas, Delegación La Plata)

 

Marcos Zocaro

En una época donde se discute si gravar o no la llamada “renta financiera”, si es justo que los inversores paguen impuestos por las ganancias obtenidas en la compraventa de acciones, títulos públicos y demás instrumentos financieros, es bueno preguntarnos cuál es realmente el actual marco impositivo de la actividad bursátil en Argentina y cuál es el impacto que pueden tener los impuestos sobre dicha actividad y sobre la “economía real”. A continuación intentaremos responder muy brevemente a estas preguntas.

La Bolsa o Mercado de capitales (por simplificación, aquí tomaremos ambos conceptos como sinónimos) es el recinto donde confluyen los inversores y ahorristas, por un lado, y las empresas por el otro: los primeros buscando rentabilidad, y los otros con el fin de obtener financiamiento para llevar a cabo sus inversiones productivas (ampliación de fábricas, compra de bienes de capital, etc.). Básicamente, las empresas obtienen dinero ofreciendo Obligaciones Negociables, cheques de pago diferido o, simplemente, emitiendo acciones. También podrían recurrir a créditos bancarios, pero soportando, en general, un costo mucho más elevado.

Paralelamente, a la Bolsa también recurren los Estados Nacional, provinciales y municipales, quienes emiten títulos públicos en busca de financiamiento.

En definitiva, la Bolsa favorece el incremento del ahorro de las personas y su canalización hacia la concreción de proyectos productivos (tanto privados como estatales), propiciando el desarrollo económico del país. De ahí que resulte imperioso contar con un mercado de capitales desarrollado. A tal fin, además de gozar con una vasta cultura financiera en la población, es importante que esta actividad se enmarque en un cuadro impositivo si no benévolo, al menos no asfixiante.

Ahora bien, ¿cuál es el panorama actual en Argentina? Si bien, a juzgar por las recientes discusiones políticas, podría suponerse que no se pagan impuestos a la renta financiera, esto no es del todo exacto: las empresas tributan el impuesto a las ganancias por los beneficios que obtienen en sus operaciones bursátiles (compraventa de acciones, por ejemplo), e incluso por el interés que le devenguen sus plazos fijos bancarios. O sea que en el país ya se pagan impuestos a la renta financiera en cabeza de las empresas, las que a su vez son las que movilizan la mayor cantidad de capital en el mercado.

Los que no tributan el impuesto a las ganancias por la mayoría de este tipo de operaciones son las personas físicas: así, por ejemplo, cualquiera de nosotros podría comprar hoy una acción cotizante en Bolsa y venderla dentro de seis meses un 30% más cara y no abonaría ningún impuesto por tal beneficio. Si bien podríamos coincidir en la razonabilidad del cobro de un impuesto a semejante ganancia, además de centrarnos en temas de “justicia” y “equidad” deberíamos analizar el impacto económico de dicha medida.

Antes de avanzar, es importante destacar que si bien la Bolsa local en los últimos años ha dado ganancias muy elevadas, esto no es la normalidad. En el mundo, en general, se considera una excelente rentabilidad anual un 4% o 5% en dólares, y no las tasas de 15% o 20% en dólares que se han visto en nuestro país. Sin entrar a discutir en detalle las causas, podemos afirmar que la razón principal de este fenómeno se encuentra en las adversas perspectivas económicas y vaivenes políticos en la que estuvo (y en algunos aspectos continúa estando) sumergida la Argentina, lo que le ha dado una gran volatilidad al mercado. No obstante, en un contexto político-económico más estable y previsible, estas ganancias serían mucho más acotadas y acordes a las del promedio mundial.

Atento a lo descripto: ¿cómo influiría una ampliación de la base imponible del impuesto a las Ganancias para las rentas financieras/bursátiles obtenidas por personas físicas? Incluso, ¿qué beneficios para la economía podría desprenderse de una desgravación generalizada de este tipo de rentas en cabeza de las empresas?

Supongamos, por ejemplo, que las personas físicas empiecen a tributar por los beneficios emanados de bonos públicos y/o privados: este “costo extra” se trasladaría a la tasa exigida por los inversores, lo que conllevaría a  un incremento del costo de endeudamiento tanto del sector público como del privado. Además, este nuevo gravamen ahuyentaría de la Bolsa a muchos ahorristas/inversores, quienes podrían volcar sus ahorros hacia la compra de divisas, algo muy común en la idiosincrasia argentina. En definitiva, este aumento de la presión tributaria podría disminuir el número de participantes en el mercado bursátil, cercenando la capacidad de financiamiento de muchos proyectos productivos; y, simultáneamente, en caso de que la compra de divisas sea la alternativa elegida, aumentarían las presiones sobre el tipo de cambio y, con ello, el riesgo de una devaluación de nuestra moneda.

Algo similar sucedería en caso de gravar, también en cabeza de personas físicas, la tenencia de plazos fijos y/o el interés generado por estos instrumentos: los bancos verían una merma considerable de los depósitos, y esta escases de recursos complicaría su ya alicaída capacidad de otorgar créditos: las tasas de interés subirían sensiblemente, se encarecería el costo de financiamiento de los proyectos productivos, y el incremento de las tasas de los créditos hipotecarios alejaría cada vez más a las familias argentinas del sueño de la casa propia, entre otras consecuencias negativas.

A su vez, un detalle no menor, es el hecho de que tampoco tendría sentido (al menos en la Argentina actual, donde no está vigente el mecanismo de actualización por inflación), cobrar un impuesto a los intereses generados por los plazos fijos, debido a que la tasa obtenida es menor a la tasa de inflación y por ende no existiría ganancia real alguna.

Muchos políticos también proponen la implementación de un impuesto a los dividendos y utilidades empresarias recibidos por personas físicas, tal como existió desde septiembre de 2013 y hasta mediados de 2016. En aquel entonces, debido a lo estipulado por la Ley de Ganancias, toda distribución de dividendos en efectivo sufría una retención del 10% en carácter de pago único y definitivo.

Si bien puede parecer correcto en términos de equidad y justicia social, este tipo de gravamen tampoco sería ideal, al menos en el mercado argentino. En primer lugar, la mayoría de las ganancias obtenidas por los inversores bursátiles locales se originan en la compraventa de activos y no en la obtención de dividendos, siendo estos últimos de ínfima significación. En segundo lugar, gravar de esta forma la distribución de utilidades generaría una tasa efectiva del impuesto a las ganancias del 41,5%. (Veamos un ejemplo: si una empresa gana $1.000.000, paga el 35% de impuesto a las ganancias, quedándole $650.000; y si distribuye todo el monto remanente, el 10% sobre esa cifra representa un impuesto de $65.000. O sea, se abonan $350.000 + $65.000= $415.000, lo que representa una tasa del 41,5%: uno de los impuestos más altos del mundo).

Por otra parte, también resulta importante la influencia del mercado de capitales en la lucha contra la informalidad en la economía: al cotizar en Bolsa, las empresas quedan sujetas a un estricto régimen de información periódico, como por ejemplo la presentación de balances trimestrales o el deber de informar a la Bolsa en forma casi inmediata cualquier novedad que las afecte. Al estar las empresas obligadas a mantener regularizada su situación y asumir una alta exposición a los ojos de los organismos de contralor, el Estado lograría disminuir la economía informal y la consecuente evasión impositiva, lo que a largo plazo podría redundar en un incremento de la recaudación, la cual compense la disminución de ingresos fiscales originados en las desgravaciones sobre las transacciones bursátiles.

Asimismo, al aumentar el número de empresas cotizantes, el Fisco vería disminuida su carga de trabajo en la fiscalización, gracias a la colaboración de terceros: debido a la alta exposición pública de los Balances de las sociedades cotizantes, tanto la competencia de estas empresas, como cualquier otra persona, puede auditarlas y denunciar cualquier irregularidad que detecte.

También resulta muy importante que el Gobierno tenga en cuenta el efecto de una alta presión impositiva en el movimiento internacional de los capitales. Así, los grandes inversores podrían decidir mudar su capital a un país con un régimen más benévolo, lo que ocasionaría un mercado de capitales local mucho más acotado y una menor posibilidad de que la economía se desarrolle. Por ejemplo, en 1986 Suecia aumentó en un 100% la tasa del impuesto que gravaba ciertas operaciones bursátiles. ¿El resultado? Un incremento de la recaudación de sólo un 22% y una masiva fuga de inversores hacia otros países.  Luego, en 1990 el Fisco sueco abolió estos impuestos y los capitales comenzaron a retornar.

Sin ir tan lejos, actualmente, y gracias a un sostenido esfuerzo en el tiempo tendiente a desarrollar su mercado de capitales, Chile cuenta con una capitalización bursátil en relación a su PBI diez veces superior a la Argentina.

De esta forma, gracias a una disminución suficiente de la presión impositiva en las operaciones bursátiles, las empresas optarían por dicha alternativa a la hora de buscar financiamiento, lo que sería menos costoso que recurrir a bancos; además, al tener la posibilidad de conseguir una mayor cantidad de financiamiento y a un costo menor, podrían incrementar sus proyectos productivos, con el consecuente impacto positivo en la economía real. Por otro lado, el Fisco lograría aumentar la recaudación y ser más eficiente al disminuir su carga de trabajo, gracias a la simplificación de sus tareas de fiscalización.

En conclusión, en la Argentina sí se pagan impuestos sobre las ganancias originadas en operaciones bursátiles, principalmente en cabeza de las empresas; y si bien una desgravación de dichas rentas puede resultar injusta e inequitativa, esto podría verse compensado por el beneficio a mediano y largo plazo para la economía real.